-¡La
puta madre!- gritaste y te dirigiste en búsqueda de la escoba, la
palita de plástico y un trapo de piso para limpiar el suelo.
Se te
había caído la taza de porcelana, el té que estaba dentro, y con
ello, las ganas de tomar la infusión: las ganas de todo.
Después
de darte cuenta de que no tenías intenciones de limpiar en ese
preciso instante, te sentaste en la silla más cercana y te pusiste a
mirar sin mirar el hermoso líquido adornado con pedacitos de lo que
había sido tu taza favorita. Así estuviste varios minutos mientras,
sin darte cuenta, te habías prendido un cigarrillo de los que se
encienden expresamente para quitar tensiones. Sin pensar, pitabas
largamente y, también de manera automática, el humo salía, pitada
tras pitada, cada vez menos apurado por la intranquilidad. Estaba
funcionando, querías creer. Creyéndote, estabas equivocada.
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