sábado, 26 de noviembre de 2011

Cuando las paredes del armario interno de la salambarda estrujaban los intestinos del enfermito, vailava vailava vailava un chachachamamé.

Lo bailaba arriba de la tarima, arriba de las mesas, arriba de las cabezas de los elefantes y de los comisarios de abordo.

Y el enfermito no hacía más que chillar porque el hueso le partía el esternón, el escroto y un poco la piel.

Cuando dejé de bailar, me senté en el suelo frío de marmol blanco blanquísimo, lo cepille cual paleontólogo, con cuidado mucho. Las cenizas se acumularon en linea recta y empezaron a marchar llevando aromas de escaso interés para mi olfato. Se fueron sabiendo que poco me interesaban realmente. En hilera, pegaron un salto, agarraron la ruta de un rayo de luz que aparecía a través de la ventana y, moviéndose sinuosamente, se fueron, tamizadas por el vitreo vidirio vidrioso de la jarra de agua, tristes por ser poco entendidas.

El presenteninvade y el enfermo tose: la medicina-ceniza esparcida por el suelo le hacía estar un poco menos enfermo. Ahora tose, cof cof cof.

Cómo tose, me harta el martillo, me esquizofrenia el yunque, me desinhibe la paviolencia. Me aguanto de no pegarle, me aguanto de no pegarle, me aguanto de no ensartarlo con el escarbadientes, me aguanto de resistirme a todo eso.

Cuando la sangre me da la señal, y logró darme cuenta que no hay mas enfermito, escupo en el piso, escupe mi verga en el piso, le pongo sal, huevos, manteca derretida y 20' al horno.

Delicious ñam ñam ñam ñam.